30 de agosto de 2011. Leo el informe del TAC abdominal que me ha mandado la digestóloga: “una lesión sólida altamente sugerente de neoplasia de páncreas”. Lo leo apoyada contra un muro a la salida de Radiología de un centro hospitalario de Madrid, convencida de que estoy contemplando mi muerte. Llamo a mi marido y apenas puedo contener los sollozos. Veinticuatro horas más tarde, ya tengo cita con el cirujano que me ve al día siguiente, recién llegado de sus vacaciones de verano. La digestóloga no ha querido atender mi llamada y he tenido que gestionar la situación sola.
7 de septiembre de 2011. El cirujano me ha mandado varias pruebas preoperatorias. Le llevo los resultados. Le señalo que el marcador de adenocarcinoma de páncreas da negativo. “Divino,” dice. No entiendo nada. Le pregunto, “¿Me voy a morir?”. Me contesta, “Yo también me voy a morir”. Deduzco que intenta aliviar mi ansiedad. No lo consigue. Me da fecha de ingreso para el 19 de septiembre.
12 de septiembre de 2011. Fallece mi padre. Había sido ingresado de urgencias en el Ramón y Cajal de Madrid. Una hemorragia interna. Mi madre y mi hermano, que llega de Londres, están medio locos. Yo también. Todavía no saben nada de lo mío. Mi hija sí, que está en plenos exámenes de septiembre y a punto de marcharse a Brighton, Reino Unido, a la Universidad de Sussex, con un Erasmus. Nuestro perro cae enfermo con una afección cutánea. En las próximas semanas tememos por su vida.
19 de septiembre de 2011. Ingreso en el centro hospitalario donde me han de intervenir. Mi madre y mi hermano ya saben lo mío aunque creemos que ella no llega a captar bien lo que me pasa. Yo tampoco. Si no es un adenocarcinoma de páncreas y sin embargo me tienen que intervenir porque si no me muero (las analíticas revelan una desnutrición importante y sangrado interno, mi peso sigue bajando de forma imparable), ¿qué diablos me pasa a mí? Viene a recogerme el celador (llevo varias horas esperando, en ayunas), me siento en la silla de ruedas y de camino a quirófano se le ocurre decirme, “Le veo un poco nerviosa”. Le contesto, “Es que no me quiero morir”. Para en seco, da la vuelta a la silla de ruedas para mirarme de frente y me espeta, “Usted se morirá cuando lo mande Dios, no cuando usted quiera”. Me dan ganas de escupirle en la cabeza. Llego a quirófano. La anestesista cruza una mirada por encima de mi cabeza con el celador. “Viene usted un poco alterada”, dice. “Sé lo que tengo y acaba de morir mi padre. Cómo quiere usted que venga”, le contesto.
28 de septiembre de 2011. Abro los ojos y veo a un hombre vestido de bata blanca mirándome. Sé inmediatamente dónde estoy y por qué estoy en este lugar. Todo lo veo bidimensionalmente, sin profundidad. Pienso, cómo se parece este médico a mi cirujano, el Dr…. ¿Pero, dónde estará el Dr…? Me habla, no llego a captar todo lo que me dice. Veo a mi marido sentado en un sillón. Lleva vaqueros y una camisa remangada, arrugada. Está más delgado. Más tarde vuelve el mismo médico. Me sigue diciendo cosas y yo sigo sin entender por qué mi cirujano todavía no ha pasado a verme. A la tercera, comprendo que se trata de mi cirujano. Ha adquirido corporeidad, tridimensionalidad, como los demás objetos que me rodean: mis zapatillas, la almohada. Me han levantado de la cama para sentarme en un sillón. Apenas he aguantado media hora. Las náuseas pueden conmigo. Más tarde llegan mi madre y mi hermano. Despistados, febriles casi. Mi hija está ya en Reino Unido. Me doy cuenta de que han pasado muchos días desde la cirugía. Sé que mi padre ha muerto y sé que esto casi ha coincidido con lo mío pero no me acuerdo de la fecha. “¿Cuándo murió mi padre?” le pregunto a mi marido. El doce, ha sido el doce. Me cuesta hablar. Las ideas se me escapan como cuando te estás durmiendo y la mente se desliza de un pensamiento a otro sin poder recordar ni detener esa cadena de pensamientos. Pero el problema no son los pensamientos. El problema son las palabras. O la relación entre ambos. Quiero darle las gracias al cirujano y no puedo.
He estado fuera de este mundo casi una semana. Me cuentan que temían por mi vida. Que a los dos o tres días de la cirugía empecé a vomitar sangre y que tuvieron que hacerme urgentemente una serie de pruebas de imagen para determinar la causa. Que para mantenerme tranquila me dieron un cóctel de sedantes y analgésicos. Lo único que retengo de ese tiempo perdido son unos retazos de recuerdos: me bañaban, mi madre y mi hermano me sujetaban las manos, una enfermera me daba una gasa empapada en alcohol para paliar las náuseas. De nada más, ni siquiera de los días lúcidos inmediatamente después de la cirugía. Mi marido, desesperado, obligó a los médicos a retirar el cóctel de fármacos. Y así vuelvo al mundo.
29 de septiembre de 2011. Pasa a verme el oncólogo. “Tiene usted un tumor neuroendocrino”, dice. “No se lo hemos podido quitar del todo porque ha infiltrado las venas porta y mesentérica pero los restos son mínimos. Creemos que se los podemos tratar hormonalmente”. Neuroendocrino. Intento repetir el vocablo (nuevo para mí), me cuesta, creo que no lo consigo. Me quedo con “poco agresivo”, “controlable”, “hormonal”. Mi madre y mi hermano reciben la noticia como algo bueno pero sin entender muy bien todavía qué implica. Están empezando el calvario del papeleo asociado a la defunción de una persona, en este caso de un ser querido, irremplazable. Atroz. No les puedo ayudar y mi marido está plenamente dedicado a mí. Nuestro perro se ha recuperado.
15 de diciembre de 2015. Han pasado cuatro años. Me hago mis controles cada tres o seis meses. No me dejan los médicos. Estoy maravillada, agradecida. Los restos tumorales desaparecieron con unas sesiones de radioterapia extra-craneal pero a mediados de 2014 vuelven a subir los marcadores. Desde entonces me tratan con inyecciones hormonales. Reconozco que aunque mi recuperación y mis expectativas son excelentes, llevo unas semanas que no me encuentro todo lo bien que yo quisiera. El control de diciembre revela una recidiva. Metástasis hepática. No me lo creo. El control de solo tres meses antes es limpio: los marcadores prácticamente a cero, las pruebas de imagen (ecografía, PET TAC, TAC, octreoscán) no captan nada. Esto pasa, dicen. No puede ser, digo. Me ofrecen entrar en un ensayo clínico con tratamiento oral más un coadyuvante. Lo acepto haciendo de tripas corazón, sospechando lo que me espera. La parte positiva es que son pastillas que me tomo en casa, no necesito ‘pic’.
16 de febrero de 2016. Empiezo. En las semanas que transcurren desde la primera pastilla sufro: llagas en la boca que me impiden comer, subida preocupante de azúcar, erupción cutánea en todo el cuerpo, la cara, bajón anímico, diarrea brutal y vómitos que me llevan a urgencias. Pierdo 6 kilos en seis semanas. Me veo envejecer a diario. Entiendo que haya personas que abandonan la quimioterapia. La toxicidad y la falta de respuesta al tratamiento hacen que mis oncólogos me saquen del ensayo. Me proponen entrar en otro ensayo. Se trata de terapia diana y una sola pastilla, también a tomar en casa. “Este fármaco es noble, da la cara y al tratarse de uno solo se pueden equilibrar mejor los efectos secundarios con calidad de vida”, me dicen. OK, digo yo. Y empezamos de nuevo.
12 de mayo de 2016. Tomo mi primera dosis, de 24 mg. Para asombro mío no solo mantengo el peso que he recuperado en el período de tregua entre el anterior ensayo y este sino que sigo ganando. ¿De veras? pregunta asombrado el jefe del equipo. Pues sí, contesto yo, satisfecha. Pero los ‘acontecimientos adversos’ van apareciendo poco a poco…
21 de junio de 2016. Primer TAC del ensayo. Ojalá estén los resultados para la siguiente consulta,
el 23. 23 de junio de 2016. Llego a la consulta. Repasamos mi reacción al tratamiento. De momento, aguantando, aunque empiezo a perder peso. Pregunto por los resultados del TAC. Mi oncólogo consulta mi historial en pantalla, las imágenes de mi hígado aparecen. Pasan unos segundos. Mi marido y yo contenemos la respiración. El oncólogo se dirige a mí: esto va bien, Isabel. Muy bien. No consigo responderle. “Según el informe, se ha producido una reducción considerable de las lesiones. Y necrosis”. Sonríe. A mí se me ha formado un nudo en la garganta. Trago saliva y le sonrío también.
25 de julio de 2016. Llega mi familia de Londres y se quedan impactados al verme: piel traslúcida y de color amarillento, ambas características de los tratamientos citotóxicos, pérdida de peso importante (apenas supero los 38 kilos), náuseas, cefaleas, pelo debilitado y lacio (siempre he tenido algo de rizo, ahora me crece tieso), falta de apetito… Hay que añadir más efectos secundarios: hipertensión, alteración del tiroides. Apenas salgo de casa y me muevo lo mínimo ya que el mero ir y venir me provoca náuseas. En inglés hay un término que describe a la perfección la náusea ocasionada por el movimiento: motion sickness. Pues eso es lo que me pasa: náusea asociada al movimiento. Me tomo un antiemético, cierro los ojos y le digo a la náusea: “vete un poquito a la mierda”. A veces se va, a veces no.
8 de agosto de 2016. Le mando un correo a mi oncólogo: “No puedo más”. Me dan una tregua de 10 días hasta la próxima consulta. Aprovecho para ir al apartamento familiar en la costa. La suspensión del tratamiento produce un pequeño milagro: gano un kilo en pocos días, me vuelve el apetito, camino sin tener ganas de vomitar, la torpeza cognitiva remite. No bajo a la playa pero veo el mar desde la terraza. Un regalo.
18 de agosto de 2016. Próxima consulta. Me reducen la dosis a 20 mg. Al día siguiente mi marido viaja a Cantabria a recoger a su padre para traérselo a Madrid. Me quedo sola. Retomo el tratamiento llorando. Sigo en la brecha.
20 de julio de 2017. Sí, sigo en la brecha. En el año que ha transcurrido desde la última entrada, me han ido reduciendo la dosis hasta llegar a lo mínimo: 10 mg. La evolución positiva de la enfermedad se mantiene: estabilización de la progresión tumoral. También me he sometido de nuevo a unas sesiones de radioterapia extra-craneal, interrumpiendo el tratamiento con el visto bueno del médico coordinador del ensayo. Los resultados de momento son alentadores: reducción y necrosis. Me queda una lesión por tratar, quizá en octubre. Los 10 mg de dosis sin duda son más llevaderos aunque los efectos secundarios siguen ahí y me limitan cada vez más. Desgraciadamente, soy hipersensible a los medicamentos y de todos los posibles efectos secundarios sufro un poco de cada uno. Me dice mi querido oncólogo, ya prácticamente uno más de la familia, que este es un tratamiento a largo plazo. Me habla de cuatro o cinco años. Yo le digo, no puedo. De verdad que no puedo. Pienso, y no por primera vez, que son tratamientos que te alargan la vida a condición de quitártela. La cuadratura del círculo. Al ver mi ansiedad me dice que tal vez se podría pedir al médico coordinador una reducción más de la dosis, hasta 8 mg. Me agarro a esto como a un clavo ardiendo. Cómo no. Además de mis ansias de vivir, sé que estoy en las mejores manos, que ni en Estados Unidos se me trataría con mayor eficacia ni más humanidad. Y sé que la medicina avanza. Si consigo aguantar el tratamiento dos, tres meses más, un año más, pues quizá se abran más opciones. De momento vivo al día, consciente de que esto es una maratón, que no tengo más remedio que aceptar mi new normal. Como diría mi padre, tira p’alante. Tiraremos.
Julio, 2017